Ella necesitaba escapar de amores tóxicos, de mentiras, de manipulaciones, de engaños, de tanta dependencia, de los hombres equivocados. Necesitaba vivir por ella misma, quererse, gustarse, no necesitar.
Por eso se fue de improviso a pasar unos días a otra ciudad. Un lugar
para perderse entre monumentos y callejuelas estrechas que le
devolvieran las ganas de hacer cosas, de interesase por otras cosas.
Él estaba agotado, vacío de amores intrascendentes,
de historias sin finales felices ni tristes, de historias de amor que ni
siquiera empezaban. El miedo a amar, la imposibilidad de entregarse a
una persona era su obstáculo para sentir esa ansiedad del amor
que te mantiene vivo. Por eso se fue de improviso a pasar unos días a
otra ciudad. Un lugar para perderse entre monumentos y callejuelas
estrechas en donde dejar enterrados sus miedos y empezar una nueva vida.
Y entonces ambos se encontraron para vivir una historia de amor
tan breve que nadie se dio cuenta. Ella estaba sentada en las escaleras
de aquél museo, pensando, con la mirada perdida en no se sabe qué recuerdos. Lo que él vio mientras se acercaba fue a la mujer más maravillosa derramando lágrimas. No podía ser.
Él secó sus lágrimas con una sonrisa y de repente desapareció.
Tardó un instante en volver con la misma sonrisa de antes y una flores
robadas al jardín del museo. Ella seguía llorando porque sus sentidos le
dieron la voz de alarma cuando él la rozó. Y así juntaron sus miradas y
luego sus bocas en un beso que los removió por dentro.
Un beso entre dos desconocidos que se necesitaban urgentemente.
Ninguno de los dos quería separar sus labios del otro, sintiendo cómo
los temores desaparecían, cómo las inseguridades se convertían en
confianza, disfrutando del placer sin obstáculos. Y así estuvieron una eternidad. Una eternidad que duró el tiempo que dura un beso.
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